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Suciedad en arquitectura, por Alejandro Burgueño Díaz

Breve elogio a la suciedad en arquitectura, a lo imperfecto y a lo impuro. Las Torres Blancas en Madrid como ejemplo.

Me refiero obviamente a esa suciedad inherente al material; aún salubre y no dañina, aquella que hace más apreciable la imperpetua plasticidad de la masa en el mundo, la poética mancha que proporciona peso a los hormigones, la que adjunta silencio profundo a la artística corporeidad de la obra; aquella que dignifica, muestra su humanidad, el paso del tiempo y el calor humano.

En ocasiones, la suciedad está ahí para ayudar a deducir la distinción entre la pieza y la llaga, advierte de lo que jamás debería tocarse, y seduce para acariciar lo más sensual del universo; nos transporta a espacios agradables a través de lo naturalizado, nos induce a pensar en ideas tan fundamentales como la vida y la muerte, la humildad o la soberbia.

Por favor, que no limpien los paños de Torres Blancas, que nadie se atreva a restaurar las juntas de los baldosines de las cocinas y baños lecorbusieranos, esas lenguas de los mechinales prerrománicos, las sombras de las gárgolas del mundo, la adecuada situación de las molduras, artificios y líneas que separan la verticalidad de los edificios de Westminster y hacen pensar que el mundo es un lugar mágico. Por contra, la arquitectura que limpia todo rastro de línea y de mancha parece sacada de otro planeta, en ella la luz desdibuja sus planos y sus rectas, aleja de lo real y lo presente.

Vista de página del artículo sobre la suciedad en arquitectura con imagen de las Torres Blancas (Madrid)

El uso excesivo del blanco rechaza el material de la obra construida. La presencia de un lenguaje, la determinación de un carácter que define la estancia, la proximidad a la naturaleza; son conceptos que han acompañado a la arquitectura durante siglos y que se abandonan ahora. Materia y forma, o lo que es lo mismo, construcción y geometría, han sido relegados por la frivolidad y el escepticismo. La luz ha sido malversada no por aquello que define, explica y concibe el espacio, sino por aquello que lo destruye. El arquitecto ha cambiado.

Todo esto se acompaña por una presencia cada vez más real de la moda esperpéntica que ha surgido durante los últimos años en la vida cotidiana de las personas, presente en los objetos y en factores socioculturales; ha venido a determinar lo tecnológico, los útiles contemporáneos, y milagrosamente ha venido a separar lo bueno de lo malo. Electrodomésticos, ordenadores, telefonía móvil, tienen una imagen lisa, sin juntas, blanca y brillante, lunar, totalmente limpia y aséptica.

Existe un factor funcional, pero hay algo más, una segunda cualidad por la que el arquetipo arquitectónico no ha quedado desvinculado de esta corriente. El objeto ha de figurar esterilizado, limpio, yermo, como los guantes de látex de un laboratorio, frío, estático, muerto. Las juntas son cosa del diablo, el ladrillo ha pasado a convertirse en el símbolo de la arquitectura miserable y pobre, imagen prohibida en las escuelas de arquitectura de la que no puede salir ningún proyecto decente.

Esterilizado significa muerto, carente de vida. Hoy se hace arquitectura de quirófano. Y por supuesto, una junta habla de una posible rotura material, pero precisamente son las que permiten movimientos, las que niegan la fragilidad del objeto. No es aceptable; está en contra de los valores actuales; o mejor dicho, de los no-valores del presente.

¿En qué momento un edificio puede hacer alarde poético de la vanitas, de lo efímero de la vida y del romanticismo, de la pequeñez humana frente a la naturaleza, de lo que se arraiga y pasa a formar parte de todo y de la tierra, del cielo y del agua? Es inadmisible, ya que nunca más se querrá oír hablar de la unidad con la tierra si no es bajo frívolo progresismo, de que la belleza superficial de mi rostro no es eterna, de que vivo y muero interactuando con otros seres y de que la barrera que nos separa no es impermeable, de que somos imperfectos.

¿Quién quiere la cálida y porosa superficie del edificio que se mancha?, ¿quién busca el papel del grabado con tinta que palpita bajo mis dedos, que tiene una temperatura, una humedad, una calidez, y que por lo tanto está viva?

Mueran las aguas que hacen los vidrios estirados de la vieja escuela de arquitectura de Madrid, pues hoy sólo tiene cabida el vidrio flotado; mueran las luminarias de sodio de baja presión de las escaleras de las Escuelas Pías, absurda es su baja reproducción del color, constituyentes más de una negación que de una afirmación.

Pasemos pues las mopas por los paños sucios de Torres Blancas y dejémoslas relucientes, mejor aún, hagámoslas de vitropoliéster o de aluminio lacado sin ningún valor intelectual para el ciudadano y el habitante, restituyamos las desfasadas y medievales gárgolas por canalones que no ensucien los pavimentos de las calles, recubramos las tejas enmohecidas de las cubiertas segovianas, pasemos la aspiradora del escepticismo ante todo lo que parezca atacar la comodidad vacía del ser humano, aquella que lo ha convertido en un ser miedoso, triste y cobarde. Por lo menos así, podremos decir que somos limpios.

Artículo escrito por Alejandro Burgueño Díaz, BECA PFC Hispalyt 2011, publicado originalmente en conarquitectura 43. Consigue este o cualquier número de la revista en la  tienda online.
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Foto miniatura de portada: Torres Blancas building. © Xauxa Håkan Svensson

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