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Cuento de Navidad 16: “El constructor de cometas”. Juan Luis Trillo, Sevilla, 2022

A comienzos de 2023, nos llegó el cuento de Navidad de Juan Luis Trillo, que había fallecido apenas un mes antes. Recibimos el manuscrito escrito por Juan Luis, y como homenaje, lo compartimos transcrito en la revista conarquitectura 85. Ahora también, a través de nuestro sitio web.

 

Nunca pensé mucho sobre la felicidad ni tan siquiera tuve pensamientos muy originales sobre ella. Los momentos de felicidad pertenecen al pasado y por una compleja serie de causas se destacan en nuestra memoria personal. Son muy escasos. Una persona muy mayor, como es mi caso, apenas guarda en sus recuerdos tres o cuatro instantes de felicidad de su vida. Cuento todo esto porque hubo una tarde de verano en la que volé una de mis cometas caseras. En aquellos años no las había de otro tipo y ese vuelo quedó grabado en mí como uno de los pocos inmensos instantes de felicidad que he vivido.

Era finales de la década de los 50, la gente solo hablaba de los viajes espaciales y de las consecuencias que eso pudiera traernos. Había en la sociedad más popular una sensación contradictoria: por un lado, la carrera espacial -como se llamaba a la disputa existente entre Estados Unidos y la Unión Soviética por invertir y obtener antes avances espaciales y los mayores logros- había hecho que todos miráramos al mismo tiempo al cielo y al futuro, y eso era muy positivo sobre todo porque en los años anteriores todas las conversaciones se centraban en el pasado y en la terrible injusta y silenciada guerra civil. Decía que las sensaciones eran contradictorias porque a la vez que pensábamos que los avances nos llevarían a una sociedad más perfecta, a un mundo feliz, mirábamos al cielo temiendo que una estrella chocara con otra o que alguno de los modernos artefactos cayera sobre nuestra cabeza. En 1957, los rusos habían lanzado el primer satélite artificial llamado Sputnik. La prensa española, aún muy ligada al movimiento, no se ofrecía muy favorable a esos adelantos, sobre todo si estos los capitaneaban los rusos, esos terribles inventores del comunismo. Nada que proviniera de allí podría ser bueno.

Una noche de primavera, debía de ser domingo porque era cuando mi hermano Antonio, el segundo en edad, casado y con familia, solía hacernos una larga visita y comprendía almuerzo y cena con nosotros. Entonces aún vivíamos con nuestros padres en la primera casa de estos, que era un viejo palacio en ruinas. De la casa inmensa ocupamos tres grandes habitaciones de la primera planta o principal. Esas casas, palacios sevillanos convertidos en casas de vecinos se habían convertido en corrales con muchas habitaciones, un escaso y colectivo servicio de cocina y aseo, e innumerables vecinos con gran cantidad de niños. Habíamos pasado el año del hambre, pero la situación no era buena. A pesar de que habían desaparecido las cartillas de racionamiento.

“¡Juan Luis, baja enseguida, Juan Luis! ¿Me oyes? ¡Baja! Creo que te interesa”. Mi hermano Antonio me conocía lo suficiente y sabía que esta última palabra, “interesante”, me haría moverme. Mi hermano y su mujer ya se habían despedido de nosotros hasta la semana siguiente, apenas tuvieron tiempo de bajar la escalera antes de pegar esos gritos que habían escuchado todos los vecinos. Quizá ese fue el motivo que tuvo mi hermano para no contarme a gritos su hallazgo, aunque no dudo que era importante y que mereció la pena ir. Salté de la silla, tiré las fichas del parchís, que estaba jugando con mi hermana, quien era la única que aceptaba mis propuestas de juegos, abrí la doble y estrecha puerta que daba al amplio comedor colectivo y me lancé de frente a la escalera mientras llegaron a mis oídos los comentarios de mi madre. “Un día se matará, va siempre como loco, pero el hermano es peor que el, con tanto grito. ¡La hora que es!”. Bajé la escalera de tres en tres escalones, habitual en mí solo utilizar la unidad para subir y no siempre. Accedí a la montaña de escombros que me separaba del patio de columnas corintias de mármol, descendí la cuesta que el barro y las lluvias habían modelado. Crucé el patio esquivando la pileta central de mármol, rodeado de macetas de aspidistra…

(Me interrumpe Raulaní que, frente a mí, en la enorme mesa del comedor estudia uno de los exámenes de primero de medicina -histología exactamente-. Me pregunta qué estoy escribiendo y le contesto y me sonríe con su alegría habitual. Seguro que piensa en lo absurdo que es que yo esté escribiendo este cuento mientras él trata de memorizar las palabras más complejas.)

… de un salto subí los tres escalones que separaban el patio del zaguán y comprobé que Paquita y Antonio estaban a oscuras, mirando hacia la parte superior del portón que cerraba la casa de vecinos desde las 12 de la noche hasta las 5 de la mañana, cuando la abría mi padre para dirigirse con su bicicleta al muelle. Al principio no vi casi nada, la luz de la calle arrojaba fuertes sombras sobre la tierra negra que hacía de perímetro del zaguán.

Miré a mi hermano y seguí su vista hasta la parte superior claveteada con adornos de bronce. “¡Miau!”. En una esquina de la puerta asomaba, tembloroso un mínimo gato rubio. Mi hermano decía algo sobre el cabrón que lo había dejado allí para que muriera aplastado cuando se cerrara a las 12 la puerta. Paquita, más positiva, dijo que también era posible que lo hubieran dejado para que alguna persona se hiciera cargo de él.

Antonio dijo varios tacos mientras me subía a sus hombros. Él estaba fuerte, yo tenía 13 años y era muy canijo, por lo que tampoco le sería muy difícil. Allí estaba el gatito, que enseguida dio un salto y se vino a mis hombros. Temblaba y estaba mojado. Cuando se bajó, miré a mi hermano, le besé y dije: “gracias. Ahora trataré de convencer a mamá para que me lo deje”. Para mí el gato ya tenía nombre, era mi ruso rubio que llegó de las alturas. Se llamaría Sputnik. “Vale, le daremos de comer cuando podamos, pero cuando estén las vecinas delante no lo trates como si fuera tuyo, porque si no, nos cargarán con todas sus travesuras”.

Efectivamente, Sputnik resultó ser un gato inteligente y travieso, creo recordar que la primera noche sacó los pequeños ovillos de hilo que mi hermana tenía en una canastilla de mimbre y se la quedó como cama. Mi madre decía de él que tenía un séptimo sentido para saber cuándo volvía yo a casa. Diez minutos antes se colocaba en el pasamanos de la escalera y aguardaba allí, mientras mi madre decía: “ya va a estar aquí Juan Luis”. El ritual era siempre el mismo: yo me ponía la cartera sobre la cabeza y, al pasar a su altura, él pegaba un saltito; cuando acababa de subir los escalones que quedaban, Sputnik hacía equilibrios sobre mi cabeza y yo tarareaba una marcha de Semana Santa. Así llegábamos a casa mientras Loli, la bordadora, nos aplaudía desde su máquina de coser.

Sputnik siempre fue uno de mis mejores compañeros. Dejé de verlo en 1963 cuando mi familia se mudó a un piso y yo estaba de deportista en Madrid, en la residencia Joaquín Blume. Sputnik siempre fue un alegre recuerdo, aún hoy lo echo de menos. Él me enseñó muchas cosas. Me enseñó a mirar a los ojos a los animales y a adivinar su estado de humor. Incluso, con sus aprendizajes, me ha ayudado a escribir mi último libro. El final para mí fue muy triste, como siempre ocurre. Cuando me despedí de él, al terminar la semana santa del 73, yo volvía a Madrid y él me esperaba en la calle Tintes, la mayor parte del tiempo explorando los tejados medio hundidos del palacio barroco. No era consciente de que ya no volveríamos a vernos. Y cuando en junio regresé a Sevilla, mi familia se había mudado y habían dejado a Sputnik en la casa de vecinos, al cuidado de una vecina. Creo que siempre me sentí responsable de su abandono.

Intenté recuperarlo a mi regreso y fui a la vieja casa, pero ya no estaba. Los comentarios de los vecinos me pusieron muy triste, decían que cuando cerraron la puerta de las tres habitaciones que habían sido mi casa desde que nací, Sputnik estaba casi todo el tiempo maullando allí. Advertí a todo el vecindario que si lo veían lo retuviesen y me avisaran, pero eso no sucedió. Como dijo María, cuando desapareció mi familia, Sputnik se fue a la calle a buscarme a mí. Desde entonces, siempre formó parte de mi vida, incluso llegué a coleccionar gatos cerámicos de todo el mundo pensando en él.

Quizá, y dada la presencia de ese gato en mi vida, su encuentro, aquella noche de primavera sobre el portón del zaguán de la casa de tintes, debería haber sido uno de mis instantes de felicidad, pero no lo recuerdo así. Sputnik representó el final de la posguerra, el comienzo de la contemporaneidad, el dejar de mirar hacia atrás, hacia los “paseíllos” y las ejecuciones de la guerra; para mirar hacia delante, hacia el futuro, para imaginar viajes interestelares más próximos a la coreografía de la película Metrópolis que a lo sucedido en realidad, donde hemos sustituido Internet y la informática por las sillas volantes de Diego Valor, mi colección de tebeos preferida durante mi adolescencia.
Ahora, volvamos al verano de 1958, a las cometas infantiles y a los escasos instantes de felicidad. Mi hermano mayor estaba casado y tenía un hijo, Pepe Luis, mi sobrino, casi de mi edad. Él era uno de mis mejores amigos. Como no tenía hermanos menores y era el benjamín de la casa, creo que lo adopté como hermano pequeño y él aceptó desde el principio ese papel. Nos solíamos ver los fines de semana en los que mi hermana me recogía a la salida del colegio y me llevaba a su casa de la Ciudad Jardín, a jugar a los “tenis” y a leer los tebeos de Hazañas Bélicas, que eran los que coleccionaba mi sobrino. Siempre su poder adquisitivo superaba el mío. Así crecimos juntos, intercambiando las casas los sábados y domingos. A mi sobrino le gustaba mucho la calle Tintes y la cantidad de espacios explorables que había allí.

El vuelo de la cometa creo que sucedió en 1958, yo era ya un adolescente y mi sobrino, tres años menor, aún era un niño. Recuerdo perfectamente el lugar: un descampado ocupado por una duna de arena, rodeado de torres de depósitos de agua y veletas. No lo sé, pero debía de ser Sanlúcar de Barrameda o Chipiona, estábamos acompañados por el abuelo de mi sobrino, Eduardo, un hombre muy amable, simpático, instruido y al que debían de gustar mucho los niños. Yo llevaba una cometa de papel de periódico que acaba de fabricar. No sé cuándo exactamente, pero por la mañana habíamos paseado por el pueblo en un coche de caballos. Pepe Luis y yo íbamos en el pescante con el conductor, que incluso nos dejaba llevar las riendas.

Siempre pensé, y creo que estoy en lo cierto, que soy una persona poco habilidosa y no muy inteligente. Esa certeza me ha dado muy buenos resultados, ya que desde siempre hago todo poniendo la máxima atención y lo mejor posible. Creo que esa actitud es la que me llevó a ser nadador y fabricar las mejores cometas de mi barrio. Durante mi infancia no se vendían ningún tipo de cometas ya fabricadas.

La cometa

Era relativamente fácil construir una cometa y, si lo hacías bien y conseguías que volara, el placer era máximo. También tú podías mantener un satélite en el espacio. Los materiales que usaba eran todos aprovechados de la basura, ahora dirían reciclados. Bastaban trozos de caña, hojas completas de periódicos, un carrete de cuerda, pegamento y trozos de tela. Seleccionando bien los componentes de la cometa, su realización era sencilla y sorprendente por su eficacia, creo que hoy cualquiera que siga estas instrucciones podrá disfrutar volando una buena cometa. Nada que ver con esos artefactos de plástico que se ven en verano en las playas. La primera decisión era el tamaño, ya que dependía del formato de periódico que tuviéramos disponible.

Según mi memoria en Sevilla, a finales de los 50, teníamos tres periódicos: ABC de Sevilla, Correo de Andalucía y el Sevilla informaciones. Como la abuela de mi amigo Mariano era kioskera, no tenía ningún inconveniente en contar con ejemplares de los tres periódicos, siempre que fueran atrasados. De mayor tamaño era el Sevilla informaciones y el menor el ABC, que le gustaba a mi padre por la grapa central que unían todas sus hojas. Por ello decidí usar la doble hoja del Sevilla informaciones como cuerpo final de todos mis cometas. Era un periódico de tarde y no mucha difusión, y en aquella época llegué a pensar que la mayoría de sus lectores lo compraban para hacer buenas cometas.

Desplegaba sobre el suelo la doble hoja del periódico y medía su altura con precisión. Ese sería el tamaño, la altura de las varillas de caña que compondrían la altura de la cometa, exceptuando una de ellas, la central, que tendría 5 cm más. Lo más laborioso del proceso era obtener y trabajar las cañas que provenían del palo central de los escobones. Yo tenía advertidos a todos los vecinos que cuando cambiaran de escoba, me guardaran, fuera cual fuera su estado, la caña que sostenía el cepillo. Eran cañas completas, circulares, de unos 35 mm de diámetro y con “nudos” cada 50 cm. Mi labor consistía en lavarlas, seleccionar el tramo más recto y cortar el mango de la escoba en trozos de aproximadamente 1 m, con solamente un nudo central.

La operación no era fácil y tenía que contar con un cuchillo muy afilado, con puntas, y que no fuera útil para la cocina de mi casa. La tarea consistía en dibujar con lápiz una generatriz del cilindro que lo dividiera en dos puntos sin desviarse de la línea dibujada y seccionando también el nudo central. Una vez terminada esta tarea sin incidente -del tipo cortes en las manos o los dedos-, quedaba lo más fácil: se dibujaban sobre la mitad de la caña dos nuevas líneas generatrices separadas una distancia iguales entre sí, es decir, que al cortarlas obtuviéramos una caña recta de sección curva de unos 60°. Si la labor había sido bien hecha, aún me quedaba media caña para una segunda cometa, lo que era muy útil, ya que no era solo el fabricante de los cometas, sino el principal suministrador de sus materiales.

Colocaba las tres varillas juntas y cortaba 5 cm de largo de dos de ellas. Sobre la doble hoja del periódico colocaba las tres varillas, la más larga en la unión de las hojas y las dos restantes giradas formando ángulos de 60°. La idea final era construir un hexágono con dos lados desiguales. Tomando las dos cañas cortas señalaba su centro y con el cuchillo hacia una muesca a cada lado de este punto, y luego en los extremos de cada varilla, aproximadamente a 1 cm del final. Esta tarea era delicada y requería de alguna habilidad, era lo que me discutían los otros fabricantes por creerlo innecesario. No obstante, yo pensaba que era fundamental, ya que las muescas garantizaban que las cuerdas que utilizaría posteriormente no se deslizarían por la superficie brillante y convexa de las cañas.

Al terminar el tallado de las dos varillas menores, ponía las tres varillas juntas y trasladaba el punto central a la varilla larga, haciendo antes coincidir uno de los extremos de las tres. Terminado el tallado, había que revisar el estado de las cañas para tener la seguridad de que ninguna de ellas se había rajado, ya que las presiones del viento durante su vuelo las forzaría mucho. Las tres cañas se unían con una cuerda o guita fina en el punto donde se habían tallado. Tras el primer nudo se situaban formando un hexágono perfecto. Cada varilla debía constituir un ángulo de 60°.

Cuando esto se conseguía, se hacían fuertemente varios nudos para garantizar la permanencia de la forma original de hexágono. A veces, si se tenía tiempo y suficiente paciencia, se metía todo el conjunto en agua, normalmente en una pila de lavar, y seguidamente se secaba al sol para que las cuerdas encogieran y se apretaran.
No obstante, el conjunto era aún un mecanismo, eso lo sé ahora después de haber estudiado arquitectura; para completarlo y convertirlo en una estructura estable y sin movimientos indeseables utilizaba una segunda cuerda que unía las cabezas de las cañas, materializando la forma del hexágono. Para ello se tensaba la cuerda más fina que se tuviera de forma periférica en los extremos de las cañas, procurando introducir una ligera tensión sobre ellas, sin deformar la figura geométrica original. El resultado era que las cuerdas cerraban los triángulos formados por las cañas y, si estaban bien atados, parecían cuerdas de guitarra que vibraban al ser pulsadas. El conjunto era indeformable, ya no era un mecanismo sino una estructura isostática.

El hexágono era irregular, ya que una de las cañas media 5 cm más que las otras dos. Así el sexto ángulo era más agudo y se usaba luego como cola de la cometa. El armazón de cañas y cuerdas se situaba sobre la doble hoja de periódico y se pegaba doblándolo con pestañas que tomaban las cuerdas perimetrales como base, de esta forma aparecía por primera vez la forma de la cometa.

El pegamento debía ser fuerte y rápido, en este caso no valía la cola de harina y agua, y utilizábamos el carísimo pegamento Imedio, que conservábamos como oro en paño. El forrado de la cometa era triple, dos hojas por un lado y otra por el otro. Esto también contribuía a la firmeza de la estructura final, al tiempo que creaba un plano reservado capaz de resistir el viento que mantendría la cometa en el aire. Con cuerdas de igual tamaño se construye sobre el hexágono una pirámide de lados iguales.
Bastaba cortar seis tramos de cuerda de unos 40 cm, atar cada uno a uno de los extremos de las cañas y unirlos entre sí. El punto de unión será el lugar donde la cometa se ata al rollo de cuerda que nos permitirá volar el artefacto y mantenerlo unido a la tierra.

(Debo pedir perdón por lo prolijo y detallado de este relato, pero a costa de ser tedioso, me gustaría dejar por escrito cómo construíamos en los años 50 del siglo XX las cometas de viento. No sé si había otros modelos, pero esta era la forma en la que lo hacíamos los niños del barrio de la Florida de Sevilla.)

Ya solo queda el final, la cola, elemento fundamental para la estabilidad aerodinámica del conjunto. En el ángulo más agudo se atará una cuerda con pequeños trozos de tela que según su tamaño y peso garantizarán la uniformidad del vuelo. En principio la cola se hacía de 1 m y 20 cm con trapos anudados por su eje a una distancia de 20 cm. Tras los primeros vuelos y la comprobación de si este era regular o la cometa cabeceaba, se alargaba o acortaba la cola hasta obtener el más bello vuelo.

El carrete

El artefacto completo de una cometa de viento se divide en dos partes: cometa y carrete. La primera hemos tratado de describirla en toda su complejidad. Sin embargo, el carrete es simple y, a pesar de su elementalidad, es del que proceden los incidentes más graves del conjunto. El carrete está compuesto por dos elementos: un palo redondo y lijado de unos 20 cm de dimensión y una cuerda nueva de no menos de 20 m, más frecuentemente entre 30 y 40 m. Podría bastar con decir que la cuerda se ata al vértice de la pirámide de la cometa, formada por las cuerdas atadas a las puntas de las cañas y se enrolla sobre el palo que hemos descrito. La única salvedad es la forma de hacerlo. Una vez fijada fuertemente al centro del palo, la cuerda va ovillándose, tensionada fuerte, pasándola alternativamente por un extremo y otro del palo. La cuerda va describiendo así formas de ocho hasta quedar recogida completamente. Esta forma de enrollado permite manejar el carrete con una sola mano, así cuando la cometa está en pleno vuelo, podemos decidir dar más o menos cuerda simplemente accionando con habilidad una sola mano. Los extremos del palo hacen de freno y permiten fijar con precisión el tamaño de la cuerda que nos une a la cometa. Una mano apretada con todos los dedos sobre el centro del carrete nos permitía asir fuertemente la cometa, al tiempo que girando a un lado y a otro la mano podemos enrollar o desenrollar la cuerda. El estado del carrete es tan importante que una vez terminado el vuelo, se suele desatar y conservar por separado.

Era una tarde con brisa de verano antiguo. Eduardo, el abuelo de Pepe Luis, aceptó nuestra propuesta de ir a volar la nueva cometa y nos llevó a un descampado próximo a la casa. El lugar era suficientemente grande y libre de obstáculos como para servir de campo de vuelo. No había ventanas, el suelo era de arena, muy fina, unas tapias traseras de algunas casas del pueblo acotaban su perímetro. Hacía un ligero viento que movía los molinos en los que terminaban las torres de tres depósitos de agua. Esas torres siempre me recordaron a las películas del oeste americano. Una estructura de base cuadrada y forma piramidal, con vigas de triángulo, culminaba en un depósito de agua de muy grandes dimensiones. Sobre el depósito, un engranaje metálico y muchas veces oxidado fijaba un pequeño molino circular formado por paletas que giraba el viento. Quizá lo más característico de esta elemental construcción era la veleta de aleta cuadrangular que movía el eje de la rueda del molino. El movimiento de las ruedas de los tres molinos nos indicaba que teníamos el viento suficiente para volar nuestra cometa. El terreno era abombado, como si persistiera la forma de la duna que indudablemente había originado aquel bello espacio.

Eduardo era un hombre amable y elegante, creo recordar que iba con un traje de verano. Y no era muy alto, pero parecía más bajo por tener una fuerte constitución. Su cabeza era calva y destacaba en él una brillante sonrisa que quedó como herencia en la cara de mi sobrino Eduardito. Murió pronto y no tuve muchas oportunidades de conocerlo, pero creo estar seguro de que era un buen hombre.

Pusimos la cometa en el suelo mientras fijábamos el carrete sobre ella. Tratábamos todo como si fuera material inflamable, tanto era el trabajo que nos había costado construirla. Con el corazón acelerado decidimos hacerla volar. Era una tarde peculiar, sin verlo. El mar estaba presente en todo momento. El ruido de las olas daba fondo al graznido de algunas gaviotas que brillaban arriba con el sol de la tarde. El aire salino hinchaba nuestros pulmones agitados por la inminencia del vuelo de la cometa. La hora de la siesta había pasado y de detrás de las tapias de las casas se desprendían gritos de niños que celebraban su libertad. Unas pocas nubes blancas surcaban el cielo empujadas por aquella brisa que nos había convencido de la oportunidad de volar nuestra nueva cometa. En la arena, un solitario escarabajo negro dibujaba una línea recta sobre el terreno caliente.

Los ruidos y las voces de los niños llegaban hasta nosotros como encapsuladas en el interior de pompas de aire que explotaban al llegar. Eran sonidos individualizados a pesar de ser muchos y muy variados. Algo ralentizaba nuestra acción, nos movíamos como a cámara lenta, como si ya estuviéramos grabados. Los molinos de las torres giraban con un ruido grave.

“¿No vais a volar la cometa? Habrá que probarla”. Extendimos unos 7 m de carrete delante de la cometa, teniendo cuidado de no molestar al escarabajo de la duna, que seguía terco en dibujar su inexplicable camino hacia ninguna parte. Cogí con fuerza el carrete de cuerda y señalé a Pepe Luis con la cabeza la cometa.

Él se fue hacia allí y, con mucho cuidado, venciendo al viento que parecía querer quitársela de las manos, la puso horizontal sobre su cabeza, dejando que la cola cayera a su espalda. Al mismo tiempo, tensé los 7 m de cuerda y ordené: “¡ya!”. Ambos salimos corriendo al mismo tiempo, ahora era mi sobrino el que tenía que controlar el comienzo del vuelo. Él corría al mismo ritmo que yo, llevando la sujeta sobre su cabeza, la cometa enganchada por sus dedos por el centro donde se cruzaban las cañas de su estructura. Cuando sintió que la cometa se le escapaba de la mano, gritó: “¡ahora!”. Y soltó el hexágono al mismo tiempo que dejaba de correr. Yo sentía un fuerte tirón en el carrete, que sostenía con la mano derecha. Cuando me paré completamente, la cometa subió y fijó un ángulo vertical sobre mi cabeza. Cuando me convencí de que la cometa se mantendría sobre mi cabeza, comencé a soltar cuerda. Lentamente la cometa fue ganando altura. Mi sobrino aplaudía y daba saltos sobre la arena. La cometa llegó a una altura en la que brillaba como el sol. Compartía con las gaviotas el espacio iluminado que estaba sobre nosotros. El corazón saltaba en mi pecho cuando Pepe Luis y Eduardo se unieron a mí en un abrazo. Parecíamos tres figuras enlazadas colgando de una cometa de viento. El solitario escarabajo seguía imperturbable su solitario paseo.

Es necesaria la experiencia para comprender lo que significa volar una cometa. La tarde guardaba en su interior el secreto del tiempo; ahora comprendo que aquellos instantes fueron eternos, que, una vez vividos, no podría olvidar ningún segundo de aquel vuelo, como el pulso de mi corazón la cuerda que sostenía mi mano derecha que conectaba con la palpitación de la tarde. Pepe Luis y yo nos atrevimos a correr por la arena, arrastrando tras nosotros la cometa que en esos momentos estaba a su máxima altura, iluminada por los rayos del sol.

“Voy a enseñaros algo nuevo. ¿Sabíais que es posible enviar cartas a la cometa? La cometa es nuestra conexión con el cielo. Basta con saber cómo franquearlas”. Eduardo sacó de su chaqueta una postal en la que se veía el mar y que debía haber guardado con la esperanza de que llegara el momento adecuado para utilizarla. Con una navaja hizo un agujero en el centro de la postal y luego rajó la cartulina en línea recta, desde el agujero central hasta el centro del lado mayor del rectángulo. Lo mirábamos extrañados y luego nos mirábamos entre nosotros, seguro que todo sería un truco y el abuelo terminaría tomándonos el pelo. Sin añadir nada más, se acercó al carrete que yo llevaba fuertemente asido con la mano derecha y, utilizando el corte que había realizado, introdujo la postal en la cuerda hasta el agujero que había hecho en el centro. Todo lo que ocurrió después de aquello fue casi mágico. El abuelo Eduardo situó la postal perpendicular a la cuerda y le dio un giro al tiempo que la soltaba. Primero lentamente, pero luego cada vez a más velocidad, la postal giraba sobre sí misma y ascendía por la cuerda hacia el centro de la cometa.

En esos momentos nadie podría haber hecho nada que llamara más nuestra atención que aquella carta que ascendía hacia el cielo. El ruido era parecido a las hélices de un vuelo bimotor. Eduardo disfrutaba viendo nuestras caras dirigidas hacia la cometa. “También podéis escribir mensajes que ascenderán hasta el cielo”. Desde ese momento todo se convirtió en una actividad frenética, tratábamos de “franquear” cualquier objeto que encontráramos: papeles, periódicos, conchitas… No todos ascendían y permanecían pegados a la cometa. “Hay que tener cuidado porque cuando se almacenan demasiadas cartas, la cometa puede venirse abajo”. Pronto descubrimos que las mejores cartas eran papeles con una cierta consistencia, doblábamos hojas de periódico tres o cuatro veces y las agujereábamos para que ascendieran por aquella infinita e imaginaria escalera de caracol. Mandamos tantas misivas que la cometa estuvo a punto de caerse.

Al oscurecer, el abuelo Eduardo decidió dar por terminada nuestra experiencia aerostática y, poco a poco, recogimos la cuerda de la cometa mientras esta descendía entre las torres veletas de la zona. Cuando hicimos contacto con la cometa, estaba llena de mensajes. En la postal del abuelo estaba escrito: “os deseo una vida larga y fructífera”. Nuestras cartas, las enviadas por mi sobrino y yo, no tenían nada escrito, pero extrañamente en una de ellas había un número escrito con carbón, ponía 2022.

En conarquitectura 85 le dedicamos estas palabras:

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